Nuestras prácticas

Santa Catalina. Arena y redes en el aula

Amparo Delgado

Amparo es una convencida de que con la educación se puede transformar la vida de las personas. Desde su práctica como maestra reflexiona sobre el rol del educador para la comunidad de pescadores de Santa Catalina. La historia de una maestra que con su fuerza de juventud y esperanza logró llegar a lo más profundo de las virtudes de la comunidad de pescadores que necesitan ser visibles para saber que, ellos también, cuentan con fortalezas para compartir.

Inesperable, obra de Santiago García
Inesperable, obra de Santiago García

Me bajo del ómnibus tras una hora y media de recorrido, varios barrios, un puente y algo parecido a una ruta. Voy de destino a destino, casi. El único ómnibus que me sirve es el 186 con destino a Santa Catalina y tiene una frecuencia de 45 minutos. Si lo pierdo, debo hacer trasbordo en el Cerro, para intentar tomar el otro ómnibus que entra al barrio.

El lugar es muy particular. Estamos terminando febrero y la gente anda de ropa de playa por las callecitas de balastro, entra y sale de casas humildes, limpias, bien pintadas. Niños corren y andan perros por donde mires. Llego a la escuela y me conmueve su sencillez y belleza a la vez. Más adelante, voy a descubrir que la construyeron los vecinos, haciendo colectas puerta a puerta y pidiendo donaciones de bloques. Cuentan, con enorme orgullo, que la planchada fue obra de las mujeres.

Conocí Santa Catalina en el año 2001, con mi recién conseguida efectividad, casi casi a la salida del Instituto Normal. Llegué allí por Daniel, un maestro conocido, al que solo había escuchado hablar con amor de la escuela en la que trabajaba y ahora había logrado elegir la efectividad en ella. Tuve la suerte de que su turno en la elección fuera apenas unos lugares antes que el mío, por lo que al escuchar que se iba el cargo en la 309 con él, fue lo que repetí como un loro cuando me llamaron a mí al mostrador. No tenía idea de dónde quedaba, si tenía ómnibus, quién era su directora, no sabía nada. La elegí, por pura imitación y algo de intuición.

Eran años duros esos. Uruguay todo vivía una crisis económica y un deterioro social que hacía años no vivía. O no sentía. El desempleo aumentaba, las políticas sociales eran magras, las escuelas pasamos a ser actores claves en los procesos de la gente, incluso en la alimentación de sus hijos, ya que muchas veces éramos la única comida del día de los niños y niñas. Santa Catalina (al igual que casi todo el oeste de Montevideo por su historia productora y obrera), era un barrio de trabajadores sin trabajo. En aquel entonces tenía un gran asentamiento, un barranco, un monte verde, una playa preciosa con puertito y todo, y una gran comunidad de pescadores, que solían ser parte de un circuito de pesca artesanal que se movía por la costa desde el oeste, hasta Valizas en Rocha, siguiendo las corrientes de los peces. Pero, como todas las actividades productivas, la pesca estaba mermando, y la pobreza se veía ya instalada en los ranchos costeros que ellos se fabricaban, por austeros y por transitorios.

La pesca artesanal es una actividad de enorme sacrificio. No tiene horario porque depende de los momentos en que hay peces en abundancia. Hay que enfrentar riesgos del viento, las lluvias, las corrientes marinas. Hay que conocer muy bien este oficio que impone varios requisitos. Es necesario pedir permiso a las autoridades para entrar al río. Los hombres son los que suben a las barcas, cosa prohibida para las mujeres («te arruinan la pesca», decían como hablando de ciencia); ellas solo intervienen cuando la barca está en la arena. Los niños colaboran con el armado del palangre, no importa si es de madrugada o si mañana hay escuela. Si hay buena pesca, todos trabajan. Esa tarea es la que los mantiene, por eso todos colaboran en ella.

En la escuela, los niños y niñas de las familias de pescadores solían ser los que tenían los peores resultados. Muchos recursaban el primer año, tenían desarrollos psicomotores desfasados a lo esperable para la edad y quedaban perdidos, muchas veces, en la dinámica de grupos numerosos. Yo era maestra de primero por entonces, y un año experimenté aquello de pasar con gran parte del grupo a segundo, intentando acompañar el proceso de muchos de esos niños y niñas que requerían de más tiempo para consolidar los avances. Varios de ellos, eran los dedicados a la pesca. Ese año, en ellos estaba mi mayor inquietud.

Desde que llegué a esta escuela, el tema de la pesca artesanal me generaba enorme curiosidad. Me maravillaban todos los saberes que manejaban para realizar esa tarea tan poco valorada en el barrio y en la escuela. Al salir a las cinco de la tarde solía quedarme conversando con ellos, o pasaba por las casas por algún tema de la escuela, y siempre terminaba en un mate y una master class acerca de los ríos, las corrientes, el clima, las nubes, la diversidad de las especies y su comportamiento, los mitos que se tejen en torno esta actividad. Los niños de estas familias manejaban toda esa información, y a borbotones,  sin titubeos podían explicar lo que fuera. El contraste era tremendo. Todo ese conocimiento para nada servía a la hora de evaluarlos para definir una promoción o medir sus resultados académicos. En el aula eran introvertidos, desorganizados en el uso del cuaderno e incapaces de registrar una progresión numérica. Muchas veces no podían ni reconocer su propio nombre escrito.

Fue así que un día, al terminar la tarde, sentada en la terminal esperando el ómnibus, surgió la idea. Había que poner en el centro de la mirada a estos niños. Tenían que poder sentirse protagonistas por un tiempo. Había que amplificarles la voz.

Todas esas ideas desordenadas en un recorrido de ómnibus terminaron en una experiencia bien planeada y ejecutada en varios tramos, con un fin que nos convocó a todos en el grupo: montar un museo.

Sí, un museo en la clase, todo el piso tapado con arena y varios objetos y carteles que conformaban una muestra museográfica de lujo. Los niños (eran todos varones) hijos de los pescadores y sus familias, fueron los responsables de la curaduría de la muestra. Ellos realizaron el relato, el montaje, y hacían de guías a toda la escuela y a vecinos que se arrimaron al conocer la noticia. Pero todo el grupo puso pienso y cuerpo en el proceso.

No sé si hoy podría cuantificar el impacto de esta experiencia en sus vivencias de entonces. Sí recuerdo, nítidamente, la alegría de ellos y la mirada y escucha atenta de los otros. Recuerdo el acarreo de los baldes de arena, las familias de manos involucradas, y el entusiasmo con que transitamos todos en ese salón por aquellos días. Puedo también identificar con claridad, la trascendencia que tuvo en mi vida toda, aquella y tantas otras cosas vividas en esa escuela. La energía y la bronca contra la injusticia social, con la que me subía a ese 186 cada día. La satisfacción de los logros y la frustración y la rabia de las que salían mal. El afecto recibido de las familias, muchas con las cuales sigo en contacto hasta hoy, luego de tantos años de no trabajar más allí. La sensación de confianza plena con la que planteaba mis ideas y mis inquietudes a la directora y la secretaria de entonces, que nos dejaban hacer sin prejuicios y con apoyo absoluto. La convicción de trabajar con amigos, con compinches, con compañeros dispuestos a dedicar mucho más de las horas que declaraba nuestro salario.

Tenía 24 años cuando llegué a esta escuela. Nunca quise tanto mi trabajo de túnica blanca como allí.

Descubrí en ese lugar el enorme campo que tiene nuestra profesión y me despertó una tremenda sed de salir a recorrerlo.

Trabajé unos años más en Santa Catalina, luego me trasladé a la Villa del Cerro, pero al poco tiempo estaba trabajando como maestra, integrando equipos interdisciplinarios en proyectos sociales diversos, fuera del sistema formal. Llegué también a trabajar en un museo municipal, con su eje en la Memoria y los Derechos Humanos, lo que fue un enorme privilegio. Hoy soy parte de un equipo de maestras en un proyecto pedagógico de un sindicato de trabajadores, con niños y niñas en edad escolar, que crece, se transforma y se fortalece, hace más de 40 años. Y yo, que estoy cumpliendo 18 años como maestra, sigo llena de consecuencias de mi trayecto en Santa Catalina.

Voy mirando curiosa por la ventana abierta desde hace una hora y media. Hace calor en este mediodía en que va terminando febrero. Ya estoy un poco inquieta, temo haberme pasado de parada. De repente, para el ómnibus. «¡Destino!» grita el guarda. Sin duda es para mí, pero lo grita como si fuera para todos.

Amparo Delgado

Amparo nació en México en el año 1976 pero vive en Uruguay desde las primeras elecciones que tuvo el país tras la apertura democrática en el año 1984. Se crió en un ambiente teatrero, rodeada de intelectuales, docentes y artistas, que seguramente la marcaron en todos sus intereses. Fueron dos de sus maestras en etapa escolar nos cuenta, una de México y otra de acá, las que la motivaron a ser maestra. Luego se fue cruzando con colegas, amigos y amigas, de los que aprendió tanto más que lo que pudo hacer sola. Hoy es quien coordina el proyecto de Extensión Escolar de AEBU. Disfruta mucho de eso, de su familia, de sus dos hijos, de las juntadas con amigos robadas a la semana y de todo lo que falta por delante, afirma.